Siempre fui una morocha
imponente, se lo cuento con humildad. Los más cercanos me dicen Mono, no me desconfíe que sea por mi
apellido. Usted, si está más cómodo, me puede decir Poro.
Una mala decisión me llevó a
esta vejez impensada. Desde esa noche dependí para siempre de los demás.
Había sido enfermera. Ahí
en el hospital me enseñaron a leer y
escribir. Siempre fui un arado. Me iba temprano a trabajar y cuando
volvía me ocupaba de las emergencias del barrio. Era mi manera de agradecer que
me cuidaran a los chicos. Vivía apurada y eso es lo único que no cambió.
Mi urgencia hoy es llegar a la noche con la ilusión de no
empezar un nuevo día. Suena a deseo triste. Sin embargo, siempre me despierto.
Me gasté las lágrimas en imposibles y ahora se me acumula la angustia.
Me visto con una lentitud
que me resulta ajena. Usando la mano que
quedó sana. En una coreografía, que nada tiene que ver con mis épocas de
milongas, guardo un pañuelo en la manga. Abro la persiana, busco el bastón al
lado de la mesita de luz y empiezo mi largo camino a la cocina.
Aunque acelere el paso ya
casi no escucho mi ritmo al andar. Si me
hubieran apostado que mi taconeo firme se transformaría en este gastado
tac-tac, nunca hubiese ganado un peso. Nunca lo hice tampoco.
Pongo la pava, más azúcar
al mate y tomo dos o tres lavados. Rápido arrastro “la chueca” a mi trono. El
sillón me espera. Arriesgo, aquí y ahora ante usted, que ese pedazo de mimbre
es el único que lo hace.
Me siento a mirar la calle
disimulando mis pensares. La vereda, por momentos, es ese pasillo de guardia
que conocía como la palma de mi mano. Ladran los perros de la cuadra y me
devuelven a la realidad. Ya no valgo nada.
Cada tanto me paro para ver
mejor, me acomodo y vuelvo a perderme en ese paisaje que no está igual que
ayer, como yo. Se pasa el tiempo lento
entre mates, visitas por las que disimulo interés y noticias en la radio que ya
no escucho.
Estoy aburrida en esta
quietud, más que nada nostálgica. Sentir soledad acompañada es triste, ¿no cree?
Me dedico a esperar y, para
mi desgracia, soy bastante buena en lo que hago.
Si Dios quiere, mañana será
otro día, otra vez. No sé cuándo me va a dejar de querer tanto.
El silencio de la madrugada
me incomoda, no es como el que escuchaba en mi trabajo. Este es inútil, casi
tanto como yo. Me siento atrapada por la oscuridad y, a veces, no puedo evitar
los gritos. Me invade el miedo. Recibo alguna agotada respuesta desde otra
habitación y me tranquilizo. No estoy sola. Vuelvo a dormir.
No se entristezca, vivo día
a día sabiendo que mi único amor tiene un lugar para mí, allá donde quiera que
esté. Sigo confiando en él. Viejo, ¿qué
espera?