jueves, 30 de abril de 2015

Desespera



Siempre fui una morocha imponente, se lo cuento con humildad. Los más cercanos me  dicen Mono, no me desconfíe que sea por mi apellido. Usted, si está más cómodo, me puede decir Poro.
Una mala decisión me llevó a esta vejez impensada. Desde esa noche dependí para siempre de los demás.
Había sido enfermera. Ahí en el hospital me enseñaron a leer y  escribir. Siempre fui un arado. Me iba temprano a trabajar y cuando volvía me ocupaba de las emergencias del barrio. Era mi manera de agradecer que me cuidaran a los chicos. Vivía apurada y eso es lo único que no cambió.
Mi urgencia hoy es  llegar a la noche con la ilusión de no empezar un nuevo día. Suena a deseo triste. Sin embargo, siempre me despierto. Me gasté las lágrimas en imposibles y ahora se me acumula la angustia.
Me visto con una lentitud que  me resulta ajena. Usando la mano que quedó sana. En una coreografía, que nada tiene que ver con mis épocas de milongas, guardo un pañuelo en la manga. Abro la persiana, busco el bastón al lado de la mesita de luz y empiezo mi largo camino a la cocina.
Aunque acelere el paso ya casi no escucho mi ritmo al andar. Si  me hubieran apostado que mi taconeo firme se transformaría en este gastado tac-tac, nunca hubiese ganado un peso. Nunca lo hice tampoco.
Pongo la pava, más azúcar al mate y tomo dos o tres lavados. Rápido arrastro “la chueca” a mi trono. El sillón me espera. Arriesgo, aquí y ahora ante usted, que ese pedazo de mimbre es el único que lo hace.
Me siento a mirar la calle disimulando mis pensares. La vereda, por momentos, es ese pasillo de guardia que conocía como la palma de mi mano. Ladran los perros de la cuadra y me devuelven a la realidad. Ya no valgo nada.
Cada tanto me paro para ver mejor, me acomodo y vuelvo a perderme en ese paisaje que no está igual que ayer, como yo. Se pasa  el tiempo lento entre mates, visitas por las que disimulo interés y noticias en la radio que ya no escucho.
Estoy aburrida en esta quietud, más que nada nostálgica. Sentir soledad acompañada es triste, ¿no cree?
Me dedico a esperar y, para mi desgracia, soy bastante buena en lo que hago.
Si Dios quiere, mañana será otro día, otra vez. No sé cuándo me va a dejar de querer tanto.
El silencio de la madrugada me incomoda, no es como el que escuchaba en mi trabajo. Este es inútil, casi tanto como yo. Me siento atrapada por la oscuridad y, a veces, no puedo evitar los gritos. Me invade el miedo. Recibo alguna agotada respuesta desde otra habitación y me tranquilizo. No estoy sola. Vuelvo a dormir.

No se entristezca, vivo día a día sabiendo que mi único amor tiene un lugar para mí, allá donde quiera que esté. Sigo confiando en él. Viejo, ¿qué espera?

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